El origen del Teatro de Sombras se
remonta a los tiempos del hombre prehistórico, cuando éste hacía sombras con
sus manos y su cuerpo frente al fuego de las cavernas.
Ya en el siglo IV a.C. en el Mito de la
Caverna de platón se nos presentan las sombras como indicadores de la realidad
que no son ellas, pero que suponen el continuo recuerdo y referencia de esa
realidad del ser. La sombra, a caballo entre lo real y lo ficticio, entre el
ser y el no ser, a medio camino entre lo mágico y lo religioso, suponen la
imagen más palpable del mundo de lo abstracto, del mundo de las ideas, de aquello
que trasciende lo que nuestros sentidos perciben.
La sombra representa en casi todas las culturas el alma como ente separable
del cuerpo y capaz de sobrevivirlo. Representa la fuerza oculta o espiritual de
las cosas, su aura.
La sombra equivale a magia,
a los sueños, al subconsciente, a la muerte, al más allá, al alma, al espíritu.
Sus formas inestables y siempre cambiantes son una invitación al juego
imaginativo y creativo, una constante estimulación de la fantasía.
Es por ello que las sombras representan historias con una fuerte carga
fantástica, por sus posibilidades de insinuar sin dejar ver, de deformar la
realidad y dotarla de unas características que en otros medios sería difícil de
conseguir.
La sombra nos traslada a
un mundo informe, no creado, en donde se reflejan nuestras pasiones, nuestros
miedos, nuestras divisiones interiores.
Esta en un plano intocable, inalcanzable. Para ejercer cualquier efecto
sobre ella, es imposible dirigirse a ella de forma directa. Todo es sutil, es
aparente, es de una causalidad superior. La sombra no se deforma directamente
sino que se debe deformar el cuerpo o la fuente de luz que la manifiestan. La
sombra solo es tocable en otra dimensión, la física.
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